El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Cuando el año pasado Esperanza Aguirre anunció que los profesores madrileños alcanzarían estatus de autoridad pública se metió al gremio en el bolsillo.
Hay que reconocer que en el ámbito de la educación el profesorado tiende a escorarse hacia las soluciones de la derecha, aunque no comparta esta orientación política, más que nada porque las medidas socialistas se han mostrado ineficientes y han sido, en buena parte, las causantes de los elevados niveles de abandono, desprestigio de la enseñanza y falta de preparación de los alumnos. Tan consentidora fórmula de entender la enseñanza, con rebaja de contenidos, grandes ofertas de promoción y valoración de las intenciones antes que de los resultados, dio lugar a un exceso de celo para con el niño, al que evidentemente no había que torturar por medios físicos, pero tampoco intelectuales que permitieran garantizar que el niño pudiera aprobar la Geografía y la Historia, si no sabiéndose los ríos de España, por lo menos sabiendo nadar. La dejación se extendió al mundo universitario, donde se consideró meritorio y puntuable ir a clase. Se entiende que las propuestas derechistas de unificar la educación, apoyar al profesor y exigir más esfuerzos fueran muy bien vistas por los docentes para los que la disciplina no tiene que ver con las ideologías. Sin embargo, la misma promotora de aquellas ideas regeneradoras se ha convertido ahora en enemigo público número uno del profesorado porque, como respuesta a la crisis espantosa que nos acongoja, ha decidido aumentar el número de horas lectivas, lo que da un pequeño giro al asunto: el profesor gozará de más autoridad que antes pero trabajará más que antes. Y eso no parece satisfacer a la mayoría de nuestros docentes.