Manuel Ruiz
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Alrededor del movimiento de los indignados han ido creciendo una serie de mitologías que casi nadie, no sabemos muy bien por qué, ha querido desmontar. La más recurrente tal vez sea la que incide en su representatividad. Ellos mismos lo repiten incesantemente: “Aquí estamos representando a la sociedad española”, y no son pocos los que de forma bienintencionada se hacen eco de la consigna. Joaquín Pérez Azaústre, por ejemplo, en un artículo reciente, se refería a “unas acampadas que no han representado sólo a estos varios miles de indignados ,sino también al resto del país”. ¿Cómo puede saberlo?, me pregunto. El único dato objetivo del que disponemos es que el 22-M, en plena catarsis del movimiento, en este país votó un 63,97 por ciento, algo prácticamente inalcanzable en cualquier otro país europeo.
Por ello aquí sólo caben dos posibilidades que resultan incompatibles entre sí: o bien cada indignado se representa, única y exclusivamente, a sí mismo, y habremos de determinar entonces que su grado de representación social es más bien ínfimo o, por el contrario, asumen, no sabemos en virtud de qué indicios, la representación indirecta de quien no está para representarse, pero tendrán que explicar, en tal caso, que qué se diferencias de las formaciones políticas al uso y demostrar, presentándose a unos comicios, el grado de representación real que dicen tener, pero hasta entonces deberían dejar, por una simple cuestión de decencia, de apropiarse de la voz de esa gran mayoría que, más o menos descontenta, sigue considerando que sus únicos representantes legítimos son los que ha validado con su voto.
Me duele mucho ejercer de aguafiestas de las beatíficas consideraciones que ha suscitado este movimiento de salvapatrias espontáneos, pero, desde mi punto de vista, lo que lo ha caracterizado desde sus inicios ha sido una serie de actitudes profundamente antidemocráticas. En primer lugar, la irrupción en los prolegómenos de una campaña electoral, introduciendo un ruido comunicativo en la posibilidad del mensaje de los partidos. En segundo lugar, la okupación ilegal de los espacios públicos, a pesar del fallo en contra de la Junta Electoral Central y con la complicidad de un ministro del Interior que se ha estrenado como candidato a la Presidencia del Gobierno confirmando todas las suspicacias que genera su inquietante figura; en tercer lugar, el trasfondo político de la mayor parte de las consignas, algunas de las cuales, “El pueblo unido funciona sin partidos”, las podría haber suscrito el mismísimo Franco; y por último, y como guinda de esta tarta informe y gelatinosa, el acoso a los legítimos representantes de la soberanía popular.
En realidad, en este tipo de movimientos de deslegitimación democrática no hay nada nuevo. Las épocas de crisis siempre han sido un magnífico caldo de cultivo para que medren las tentaciones totalitarias, aunque para ello se disfracen de una u otra manera.