Artículo de Ignacio Castro Rey (Colectivo Rousseau, San Lorenzo de El Escorial)
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Supongo que si La Boétie levantase hoy la cabeza vería confirmada la más divertida de sus previsiones, incluso se sentiría un poco confuso ante esta avalancha de obediencia eufórica. Lo llamativo de esta época no es que la humanidad se sienta segura marcando el paso -fenómeno que más o menos ha ocurrido siempre, pues una sociedad que se precie está para eso-, sino que ahora lo haga con una especie de entrega burbujeante donde cada uno se siente diferente, incluso por fin “él mismo”. Felices de ser un nudo en la red, individuales y al mismo tiempo agregados, cada uno se siente alguien participando con su granito de arena en este consenso multiforme, un poder acéfalo que es de todos y nadie gobierna.
Mejor caricatura de la Voluntad General de Rousseau resulta imposible, por eso hasta nuestros sosos líderes se pasan la vida pidiendo disculpas. No sólo la teoría de la conspiración es falsa y posiblemente ingenua, sino que los pocos rebeldes que consiguen entrar en la cabina de mando de nuestra nave social descubren enseguida que está vacía, que acaban de desactivar el dispositivo de vuelo automático y que entonces han de hacerse cargo del rumbo… y también de la política de entretenimiento. Ya ven, los radicales se convierten pronto en animadores culturales. En efecto, no importa quién mande con tal de que haya control, una oferta que permita la socialización interactiva.
Pocas veces, en suma, hemos tenido la oportunidad de contemplar un espectáculo como el de esta servidumbre radiante, tan uniforme en lo esencial como multicolor en los detalles. Cumples con Hacienda, con la Empresa y el Estado; con el Cambio Climático, la Información y las Minorías. Y además, durante el resto del día tienes la posibilidad de elegir cien veces en alternativas tipo: ¿azúcar o sacarina, homosexual o heterosexual, Segunda cadena o Sexta? El menú de materias opcionales es tan amplio que casi tapa el hecho de que lo realmente obligatorio es atender en cada minuto a la carta social. Eres un empleado de la sociedad del conocimiento, de un programa incansable que te obliga a definirte, participar, ser feliz, tener salud y expresar además tu opinión.
Nativo digital, demócrata de toda la vida, ilustrado para siempre. Un poco laminado, el esencialismo sigue funcionando. De la “puntuación sin texto” para el régimen de la verdad hemos pasado al texto sin puntuación para el régimen del saber, un texto continuo y podado de puntos y comas para así ser más fluido. Lo importante es que haya cobertura, a ser posible pegada al cuerpo.
Es normal que cada cual busque un árbol al que arrimarse. Los amos pueden proteger y amparar; a veces incluso tapan nuestra responsabilidad y cosas peores. Sin embargo, lo característico del poder social hoy triunfante es que es ventrílocuo, pues habla a través de ti. Puede incluso confundirse con tu deseo, ser “fan” de ti. No es casual que la flexibilidad sea el valor más preciado; tampoco lo es que la servidumbre se parezca cada vez más al surf y que los deportes asimismo se hagan más deslizantes, más aéreos. Hasta el fútbol debe fundir la geometría de la estrategia con la velocidad y el estilo personales de cada jugador.
En cierto modo, todos somos “estrellas”, aunque a veces en busca de equipo y de firmamento. Y no olvidemos que la popularidad es una de las formas más geniales de escapar del miedo a vivir. Mientras lideras a los otros, su admiración te aparta las sombras de tu existencia. Estamos en realidad protegidos por esta rivalidad interminable que se expresa en los concursos y las series televisivas más idiotas.
Si te deprimes en esta servidumbre algodonosa, siempre tienes las imágenes de Japón o Libia para volver a una relativa satisfacción. En el peor de los casos, África es el “anti piso-muestra” que nos permite a todos reconciliarnos otra vez con una crisis perpetua en la que todo puede ir a peor.
Así pues, se indigna uno como hay que indignarse, se ríe uno de lo que hay que reírse, se es tolerante y hasta solidario con lo que hay que serlo, toda esa cohorte de víctimas elegidas que están ahí para confirman que, después de todo, no nos va tan mal. El deseo de desaparecer, como atrasada existencia mortal que pesa, es posiblemente lo que está detrás de esta personificación de masa, de este narcisismo de masas.
Somos libres, pero todos vamos al mismo sitio y leemos las mismas novelas. Mientras cuatro calles de Toledo están atestadas de americanos y japoneses, basta que des cien pasos a un lado para que te encuentres más solo que la una. Es muy posible que la famosa “rebelión de las masas”, diagnosticada hace casi cien años, siempre haya sido esta protección masiva de la uniformidad, una equivalencia mundial retocada con alternativas en las elecciones secundarias del consumo, política incluida.
Se debe insistir en que el beneficio subjetivo, el resorte auténticamente biopolítico de este mecanismo “complejo”, que hace reciclable casi cualquier accidente de la máquina, es muy simple. Con el consenso de este feudalismo disperso la vida de cada uno transita y nadie -al menos teóricamente- se enfrenta en solitario a las sombras. De definición en definición, de marca en marca, de evaluación en evaluación, las luces cegadoras de la ciudad apartan casi todos los espectros. Los pocos momentos de silencio tienen música ambiental, imágenes de entretenimiento o medicación a la carta.
Cada sujeto deja de ser único en la relación con la muerte y se esfuma en la circulación acelerada de la equivalencia. En esta sociedad de servicios, la misma velocidad de la servidumbre impide hacerse preguntas. El movimiento continuo es el de la obediencia y ésta retroalimenta el movimiento, de tal manera que nadie se siente más víctima que otro. Juntos, apretados, no se nota el vacío. Es la ventaja de la moda y sus cien nichos zoológicos. Si no te conformas con Shakira tienes ídolos turbios de culto, de modo que siempre puedes respirar en grupo. Y puesto que entre Almodóvar y los hermanos Cohen median abismos, cada uno se siente protegido en la definición de sus logos.
El exceso del otro concentra mientras tanto la irregularidad que debemos eliminar todavía en nosotros mismos. El odio apenas disimulado hacia todo lo que queda fuera del panóptico de las normas -los musulmanes, los hispanos, los eslavos, los chinos- se atenúa en el estatuto hipócrita del mundo exótico que necesitan los derechos humanos, el turismo y el sexo, todos aquellos humanos que hay que tolerar como parte del atraso exterior a la democracia.
En esta superficie diáfana del público cautivo, a veces también cautivado, es casi obligado que la verdad advenga como “un ladrón que entra de noche por la ventana”. Pero el género de terror -en primer lugar, los telediarios- se encarga de reciclar el miedo, concentrándolo en los parias de la tierra. La información exorciza a diario el malestar, todo lo que tememos que ha quedado fuera y algún día podría volver.