Tomás Alberich
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Alos dictadores que dejan de serlo les pasa lo contrario que a los vivos que nos dejan. Como se sabe, no hay nada como morirse para que todo el mundo hable bien de ti. A los dictadores les pasa lo contrario: en cuanto dejan de ser jefes (de Estado o de lo que sea) todo el mundo habla mal de ellos. Y todos estaban en la oposición, eran “demócratas de toda la vida”.
Es tan evidente que ya no nos sorprende. Aunque sí nos sorprende que siga habiendo tantos dictadores amigos que, claro, al ser tales nadie les llama dictadores, por eso propongo que les llamemos dictabuenos. Hasta ahora sólo teníamos dictaduras y “dictablandas”. Teníamos dictadores a pocos kilómetros que no se querían reconocer como tales, hasta pocos días antes de caer, en Túnez o Egipto. Ahora ya se les llama así. De hecho menos de una semana antes de caer la dictadura de Mubarak en Egipto vimos declaraciones de dirigentes políticos diciendo que la “salida de la crisis” debería llegar de manos del jefe de Estado o con una transición dirigida por él o contando con él (portavoz del PSOE) y/o que había que darle al “Presidente Mubarak” una salida respetable “no se va a ir con el rabo entre las piernas” (portavoz del PP). Afortunadamente los expertos se equivocaron y el pueblo ganó, al menos de momento, la batalla por la democracia, para sorpresa de dirigentes españoles y europeos. Seguimos teniendo algunas dictablandas en, por ejemplo, Marruecos, cuyo rey maniobra con urgencia y astucia para mantenerse en el poder, reformando la constitución y lo que haga falta. Pero la distinción se nos ha quedado pequeña. Porque tenemos, por ejemplo en Guinea o Arabia Saudí, Presidentes o Reyes vitalicios (todos lo son) que nadie duda que sean dictaduras pero, al parecer, dirigidas por dictabuenos que hacen lo mejor y que por eso siguen, a diferencia de los anteriores