El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Con la llegada de las redes sociales han aparecido una serie de personajes a los que denominaría ‘ciberadoradores’, individuos que han delegado el noble arte de pensar, en aras de un ser superior que adoran en cuerpo y alma al que se entregan públicamente en perpetuo cortejo electroamoroso. Se diferencian del pelota clásico, en que su conducta no responde necesariamente a intereses materiales, ésta se debe fundamentalmente a la necesidad interior de creer en la existencia de un ser perfecto al que delegar la gestión de sus vidas.
El admirado es asumido como un axioma, alguien bueno por naturaleza, bondadoso y superior al resto de los humanos. El admirado es percibido en definitiva por el ‘ciberadulador’ como la materialización de la divinidad, merecedora por tanto de cualquier desvelo y sacrificio. Infatigables aduladores convierten las palabras e ideas del ser objeto de sus desvelos en monótono mantra que poco a poco aleja al ‘ciberadorador’ de cualquier contacto con la realidad circundante, ante la que se presentan como seres cansinos y muy pero que muy pesados.
Por regla general son pacíficos, aunque cuando intuyen que alguien cuestiona a su Señor entran en un estado de shock que desemboca en episodios de ira incontenida y violencia gratuita. Personajes especializados en la justificación racional de actuaciones ajenas, hasta el punto de que no dudarían en convertirse en improvisados campeones de natación, si con ello ganan fuerza sus peregrinos argumentos sobre la temperatura del agua en la que se baña su admirado, por poner algún ejemplo.
Supongo que todas las personas tenemos un poco de ciberadoradores, lo malo es que este personaje cada día se aleja más del concepto de persona en su acepción de ser autónomo aunque social.