Opinión

Las malas costumbres

El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
La primera vez que los vi en acción fue en el Madrid de los 60, en las tapias del Botánico junto a la estación de Atocha. Después en el Rastro e incluso en el Retiro. Jamás aposté nada, pero me llamaba la atención la habilidad que tenían para mover la bolita y la estrategia que empleaban con los ‘consortes’, verdaderos ganchos para todos los paletos que picaban. Eran los trileros.

En aquel Madrid de los 60 aún existían los vendedores de tanzas para engarzar collares, los que se dedicaban a las piedras de mecheros o aquellos que con medio centenar de corbatas al brazo que se compraban por nada, aunque hubiera que tirarlas al día siguiente. Era el Madrid de los timadores, que trabajaban en el metro y en las colas de los campos de fútbol, de los ‘tocomochos’... Madrid que aún no había dejado atrás la miseria ni se había enganchado a los Planes de Desarrollo. Madrid siempre fue incrédulo; su cinturón industrial era escaso y vivía por ser la oficina central de España. Ver en Pasapoga o en Casablanca a los de las Cámaras Agrarias intentar ligar con las piculinas era un espectáculo. Si las estadísticas fueran creíbles, ahí se comprobaría que pocos, poquísimos, lograrían ligar como luego alardeaban al volver a sus provincias, y cómo se gastaban las dietas en pagar tés por güisquis a las que hacían barra esperando al chorlito adecuado. Bueno, conste que no quiero escribir “Lola, espejo oscuro”, pero haber tenido la oportunidad de vivir en directo aquella época, parece que le da a uno cierta licencia para poder compararla con otras, por ejemplo con la actual. Siguen existiendo los trileros, los timadores, los del ‘tocomocho’... con la salvedad de que ya no actúan en la calle, sino en despachos confortables o en restaurantes de muchos tenedores. Y usted dirá: -Antes también-. Sin duda, pero con más recatos que ahora. Los trileros de entonces, los auténticos, tenían incluso una cierta condescendencia del público en general, caían bien porque los que picaban eran los catetos. Los trileros de hoy tienen el rechazo y la antipatía de todos. Es, por decirlo de alguna manera, la especie más odiada de toda la fauna, porque con sus trapicheos no existe discriminación, sino que todos, absolutamente todos, estamos en riesgo constante de ser víctimas de sus impunidades, somos víctimas de ellas desde que creíamos que democracia y transparencia eran sinónimos. Y a la vista está que no lo son. Y cada vez se ignoran más ambos conceptos. Y no se ven fórmulas para salir de la trampa.