EL MIRADOR
Modesto Gómez
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Tras un año de preparativos llega el gran día. Es el gran encuentro; el partido del siglo. Si lo narráramos como un evento deportivo, podría sonar algo así... “Buenos días, señoras y señores. Nos encontramos en la iglesia de Santa María, que presenta un lleno absoluto. En el exterior brilla un sol de justicia. A la derecha, encabezada por las damas de honor, que visten de ocre, la familia de la novia. A la izquierda, testigos al frente, la familia del novio. En el fondo sur, la peña Los Amigos.
En el fondo norte, el resto de la afición y algún curioso. Oficiará como juez un sacerdote joven de la cantera del Seminario Mayor que, como mandan los cánones, vestirá de negro”. De repente alguien entra en la iglesia y exclama: “¡Vaya rollo! A estas alturas ¿a quién se le ocurre casarse por la Iglesia? ¿No se dan cuenta que el matrimonio es una institución obsoleta?”. Aquello me hizo pensar. ¿Es el matrimonio una institución obsoleta? ¿Debe siquiera ser referido con la palabra institución? ¿No sería más apropiado hablar simplemente de unión? De la unión nace la fuerza, no exenta de compromiso y costes. ¿Debe la sociedad renunciar a hacerse fuerte? ¿Puede darle la espalda a uno de los lazos históricos capaces de garantizar con más solvencia su unidad? Puede que el matrimonio, en consonancia con la sociedad, haya entrado en crisis. Y es posible que esta situación se derive del agotamiento interesado de su imagen como modelo social. Pero ¿entró el matrimonio en crisis o fue inducido socialmente hacia ella? Son muchos los que opinan que desde hace ya varios años el matrimonio está ingresado en la unidad de cuidados intensivos. Pero ¿es consecuencia de un proceso degenerativo o se debe más bien al ataque masivo de agentes externos que han acabado por provocarle una infección generalizada? El matrimonio es convivencia, y esto es algo que la sociedad no rechaza. Convivimos como estudiantes, como parejas de hecho y hasta para compartir gastos. La única contraindicación de la convivencia es su capacidad para limitar nuestra autonomía. Y este es uno de los grandes problemas que subyace a las grandes crisis actuales. El matrimonio, por su prolongado efecto derivado de su invitación a la fidelidad y a la estabilidad, propaga en los cónyuges un miedo excesivo a la cesión de autonomía, provocando una crisis personal que es capaz de contagiar a la sociedad hasta llegar a incubar una pandemia de egocentrismo enemiga del compromiso. ¿Pero vale la pena escapar del compromiso para ganar en autonomía, aun a pesar de perder fuerza?