Tribuna
Carmen G. Calatayud
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
No podía imaginar que en la actualidad existiesen personas que siguen considerando a la esposa como de su propiedad. Todo ocurrió en un debate al que asistía en calidad de oyente. El ponente había concluido la exposición de su tema, que versaba sobre las relaciones de pareja y la resolución de los conflictos con las herramientas adecuadas, por lo que, como ocurre siempre, se abrió el turno de preguntas.
Un asistente levantó la mano y con toda la tranquilidad del mundo, le lanzó al orador la siguiente pregunta: “Entonces, si mi esposa no es mía, ¿de quién es?, ¿acaso suya?”. El orador me contestó, muy educadamente, que no, que no era ni del que preguntaba ni del que contestaba, sino que era de ella misma”.
Vengo a relatar esta situación porque es muy grave esta manera de pensar. La pareja, en la vida civil, se sustenta en un contrato en el que se pacta la convivencia de las partes contratantes, convivencia que debe ajustarse, como no puede ser de otro modo, a la legalidad. Ningún contrato puede ir por tanto en contra de la Constitución. Y la Constitución nos reconoce a todos los españoles, y por tanto a las españolas, los mismos derechos fundamentales, es decir, y a modo de recordatorio, nos reconoce el derecho a la vida, el derecho a la libertad de pensamiento y de movimiento, el derecho a la dignidad, el derecho al honor, el derecho a la integridad física y moral, el derecho a la seguridad y el derecho a la intimidad, entre otros.
Es decir que, en modo alguno y por mucho que lo haya firmado cualquiera de las partes, se podría, en un contrato, limitar cualquiera de los derechos que la Constitución española nos reconoce a todos los españoles, y vuelvo a repetir que a las españolas también (lo digo por si acaso). Es más, si se pone en un contrato una cláusula inconstitucional, ésta no produciría efecto alguno y habría que tenerla por “no puesta”. Por ello, ningún cónyuge tiene derecho alguno sobre la persona de su pareja, es decir que ambos deben contar con el consentimiento del otro para cualquier acto que afecte a la vida en común. Así, ningún marido y por supuesto ninguna esposa puede limitar los derechos de su compañero/a. No puede limitar sus derechos fundamentales, ni siquiera el derecho a la intimidad que, por supuesto, ambos conservan, motivo por el cual se han dictado numerosas sentencias que condenan al miembro de la pareja que hurga en el móvil o en el correo electrónico de la otra parte. Ni qué decir tiene que la pareja sigue conservando íntegramente el derecho a la libertad de tal manera que cualquier relación que se produzca en contra de la voluntad de esa persona se puede convertir en un delito -de violación, en el supuesto de que se tenga una relación sexual sin el consentimiento del otro, o de detención ilegal en el caso de que se le prive de libertad de movimientos, por ejemplo-.
Es decir, que la relación en pareja no justifica en modo alguno la propiedad de la otra persona, sino que viene a significar el solo deseo de vivir el uno con el otro, pero dentro de la legalidad existe. Siempre se tiene la posibilidad de romper el vínculo existente acudiendo a un proceso de separación, ya que el incumplimiento del contrato no justifica, por supuesto, ninguna agresión, que sería un delito de malos tratos o de lesiones, ni insultos o amenazas, que se convertirían en un delito o falta de amenazas o vejaciones, en el supuesto de que el agredido lo denunciara.
Por eso es tan compleja la convivencia, especialmente cuando somos conocedores de nuestros derechos y obligaciones y cuando sabemos que los derechos de los unos no prevalecen sobre los de los otros y que, por tanto, nos movemos en el plano de la igualdad, es decir que los derechos y deberes nada tienen que ver con el sexo del que los alega.