Opinión

A administración del dinero público

TRIBUNA

Víctor M. Martínez

El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Dos de los fundamentos básicos de la recaudación de impuestos por parte del Estado son la posterior redistribución de la riqueza -cobrando más a los que más tienen para intentar eliminar las desigualdades excesivas a través de políticas sociales- y proveer de una serie de servicios básicos al ciudadano.

El Estado se encarga de establecer una serie de impuestos con los que posteriormente realiza distintas actividades, ya sea a través de la Administración general, autonómica o local.

Y en este caso es en la Administración local en la que debemos fijarnos, porque no siempre ocurre que el dinero público se invierta de acuerdo a los criterios generalmente aceptados de eficiencia, racionalidad y ética, porque los responsables de nuestros ayuntamientos no siempre están concienciados de que están administrando dinero ajeno, fondos comunes que no se fabrican fácilmente en las imprentas del Banco Central Europeo, sino que son el resultado de mucho esfuerzo por parte de todos los ciudadanos y empresas de cada país. Ya en otros artículos he dado mi opinión contraria a gastos excesivos como el que se va a acometer en Collado Villalba para construir un túnel [en la imagen, obras correspondientes a este proyecto] cuyo verdadero beneficio social está por descubrir.

En la economía fiscal siempre se ha tratado de descubrir aquella ecuación que equilibre el sistema de manera que exista una correlación entre lo que los contribuyentes pagan y lo que los beneficiarios de los gastos públicos reciben, y de esta manera lograr un equilibrio óptimo. Claro, eso no siempre ocurre con los impuestos que pagamos, porque hay mucha gente que no está satisfecha con los bienes o servicios públicos recibidos y es aquí donde los gobernantes se tienen que esforzar, porque hoy en día ya no es suficiente con imponer unas obligaciones fiscales y luego invertir o gastar ese dinero como bien considere ese político sin dar ningún tipo de explicación. Afortunadamente, vivimos en una sociedad en la que ganar unas elecciones ya no autoriza a los dirigentes a hacer y deshacer durante cuatro años sin control alguno escudándose en el hecho de que los ciudadanos le han elegido para gobernar: obtener el respaldo de los votos faculta para desarrollar las políticas propuestas en los programas electorales, pero los votantes también esperan que ese desarrollo se realice de manera ética y transparente, y eso no siempre ocurre.

Los representantes electos suelen desempeñar sus mandatos pensando en la reelección y tienen el legítimo derecho a tratar de ser reelegidos, pero ese objetivo no se puede intentar lograr al margen de las leyes ni en contra del interés general del pueblo realizando gastos suntuosos, de dudosa utilidad social, e incluso a veces estrafalarios. Cuando uno trabaja con dinero público debe tener más cuidado si cabe con el destino que le da a esos fondos y debe medir la calidad del servicio que presta a los ciudadanos a través de un simple índice: la eficiencia, que es la relación entre los resultados útiles alcanzados y los recursos empleados, porque en ocasiones tenemos que la utilidad obtenida es ridícula, ya que la inversión pública no tenía como verdadero objetivo el bien común, sino espurios intereses personales.

En algunos pueblos de la Sierra del Guadarrama tenemos una Administración local cada vez más confusa y opaca, que multiplica funciones y se encarece sin razón. Se impone, entonces, reformar los modos y cultivar la ética para que en los concursos públicos se den obligatoriamente los principios de transparencia, concurrencia, igualdad y publicidad en la contratación de obras, servicios y suministros, eliminando la sospecha de tráfico de influencias y del uso de información privilegiada.

El dinero público no puede ser un arma usada a capricho para comprar voluntades, repartir favores y controlar disidencias. Volvemos a encontrar la necesidad de la ética pública como visión del uso adecuado de los fondos comunes. La transparencia es absolutamente necesaria para que cada decisión tenga su justificación; de lo contrario se dará una imagen de lujo y ostentación y entonces, aunque todavía no es frecuente, se podrían exigir las responsabilidades administrativas e incluso penales a quienes menoscaben inadecuadamente los fondos públicos