Opinión

Los divorcios, de capa caída

Punto de vista

José M. Benítez

El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Uno de los chistes más socorridos en los tiempos en que se tramitaba la Ley del Divorcio, recién estrenada la Constitución democrática, era el que venía a decir que la izquierda se había empeñado en una batalla legal que sólo beneficiaba a los votantes naturales de la derecha, es decir, a las clases altas, que serían las más inclinadas a divorciarse.

En el resto de la sociedad, decían los ‘progres’ entonces, se estaba imponiendo la convivencia sin papeles, para la que el divorcio estaba de más... Cuántos párrafos ingeniosos, e incluso columnas enteras, extrajo el difunto Francisco Umbral, el gran cronista de la Transición, de esa ocurrencia. Que, como tantas otras cosas que fueron moneda común en aquellos tiempos, demostró ser falsa: ni el divorcio se quedó en algo exclusivo de la burguesía, ni la convivencia sin papeles ha pasado a ser, en muchos casos, si no una especie de noviazgo sin restricciones; que, como los de antes, la mayor parte de las veces acaba en boda.

De todas las fantasías de entonces, las concernientes a la vida de pareja han demostrado ser las más inocuas, aunque también las que, gradualmente, más novedades han aportado a la vida de las personas. En efecto, el cambio político no trajo la nacionalización de la banca o de la red eléctrica, como pedía la izquierda, pero sí reforzó la tendencia sociológica a compromisos de pareja menos estables y duraderos, y la exigencia de una vida privada más acorde con las expectativas de las personas y, por tanto, menos inmune a la decepción. De modo que todo un ministro, como efectivamente sucedió, podía terminar enamorándose de una dama mundana; y un cualquiera, como sigue sucediendo, podía ver dinamitado su bienestar, malbaratadas sus propiedades y arruinadas sus relaciones por ceder al humor de enamorarse del rostro caritativo que atendió sus penas durante una cena navideña de empresa, pongo por caso.

Y llega ahora la crisis económica y uno de sus síntomas más patentes resulta ser un significativo descenso del número de divorcios. Divorciarse era un lujo y, como tal, ha habido que renunciar a él. No hay que asustarse: es algo pasajero; y, como otros efectos indeseables de la crisis, su mera enunciación puede suponer un revulsivo y un primer indicador de un cambio de tendencia. Si el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero no ha desamparado ni a los banqueros ni a los vendedores de coches, cómo lo iba a hacer con ese otro motor de desarrollo que se sustenta en la variabilidad de los efectos que el impulso irrefrenable a cambiar una existencia encarrilada por otra más o menos ignota y azarosa, con o sin nueva pareja.

Alguien dijo, creo que con bastante acierto, que el bien público no es otra cosa que la armonización de los egoísmos individuales. Y algo habrá que hacer, en fin, si este otro indicador de egoísmo, paralelo a la adquisición de coches, anda de capa caída.