Reflexiones en voz alta
José M. Asencio
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Ser militante de un partido o de una asociación no asegura, por sí solo, que quienes así se agrupan sean respetuosos con el ordenamiento jurídico, respeten las reglas democráticas y luchen porque los ideales de progreso y justicia informen la convivencia.
No todos los militantes de un partido son dignos de serlo, ni la afiliación confiere dignidad alguna si el sujeto no la tiene de por sí.
A lo que están obligados los partidos progresistas es a evitar comportamientos ajenos a los valores que se preconizan, ya que tales comportamientos extraños suelen ser atribuíbles a una minoría poco representativa pero capaz de hacer un daño inmenso a un proyecto válido. Ningún miramiento o complicidad, sean quienes sean los que así actúan y el lugar que ocupan, puesto que, cuanto más alto estén, peores serán en el futuro los perjuicios que causen a una organización de personas dignas.
En España padecemos un importante déficit democrático. A pesar de los años transcurridos desde la promulgación de la Constitución, la misma no ha llegado a calar profundamente en la conciencia de los ciudadanos, permaneciendo formas y fondos autoritarios en muchos aspectos de la vida cotidiana. Y si este fenómeno es preocupante en general, mucho más lo es cuando se trata de políticos que creen que el hecho de ser refrendados en unas elecciones les confiere una especie de ‘patente de corso’ que les hace irresponsables y que les exime de subordinar sus acciones a la ley. Muchos de ellos, cuando ante sus actos claramente ilícitos y antidemocráticos, se apela al imperio de la ley, consideran esta llamada un pulso, un acto de fuerza o una amenaza. De ahí que la democracia y lo que ésta significa no hayan calado aún en nuestra sociedad, ya que los llamados a protegerla la consideran ajena a su organización, que se debe regir, entienden, por otro tipo de criterios.
La corrupción, ampliando una aportación mía de hace poco, no es sólo la apropiación de bienes mediante conductas delictivas. Corrupción es también comportamiento democrático que perturba la convivencia que no respeta la ley, que considera ésta aplicable sólo a los gobernados, no a los gobernantes, ya que, en suma, tras este tipo de actuaciones se esconde un planteamiento similar al primero, es decir, la consideración de la ley como un elemento meramente formal que no obliga a aquellos que ostentan cierto poder. Aquellos sujetos capaces de despreciar la ley y que se mueven en el seno de los partidos protagonizando conciliábulos y estrategias que nada tienen que ver con el bien común, sino con su propia ambición, suelen coincidir con los que practican la corrupción, ya que sólo les mueve su propia consideración o la de sus próximos.
No se puede construir un sistema democrático cuando falta la democracia en el interior de las organizaciones políticas, cuando dedican la mayor parte del tiempo a luchas cainitas, ya que en tales situaciones son utilizadas por algunos sólo como un trampolín que proporciona beneficios de mucha especie, cualidad y cantidad.
Falta un largo recorrido para conseguir que ello sea así y todos, absolutamente todos, debemos comprometernos en esa tarea ineludible. Ninguna sigla, por el hecho de serlo, puede exigir una presunción que las actuaciones de sus integrantes desmienten. Los ciudadanos, que confiamos en nuestros partidos y dirigentes, nos merecemos que éstos supediten su interés al general y que los que no acepten “las reglas y procedimientos”, como manifestó hace pocos días el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, dejen la vida pública. Con seguridad será así. Tiempo y paciencia es lo que sobra.