Opinión

La muerte de Paul Newman

EL MIRADOR

Joaquín Pérez

El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Creíamos que no podía morir, que no iba a morir nunca. Ha dicho Robert Redford que tras él, tras su existencia fúlgida y humana, a menudo profundamente humana, el mundo es un lugar mejor en el que estar.

Probablemente tendrá razón, pero también el mundo se ha quedado más frío, más desarrapado y más estepa. Algo hemos perdido con la muerte de Paul Newman; algo quizá íntimo, mucho más interior de lo que cabe esperar tras el fallecimiento de un actor de cine. La muerte de Paul Newman, como asunto de columna, es un caramelo envenenado, porque nada más fácil que escribir de cualquier pasión, y Paul Newman es una pasión, como el cine también es una pasión; ya no se pueden entender el uno sin el otro, porque se han escrito a sí mismos con las letras hendidas y doradas, pero también sangrientas y muy frágiles. Con Paul Newman, ya no se puede decir eso de que todos somos reemplazables, o eso de que nadie es imprescindible. Paul Newman sí era imprescindible, y eso lo sabemos hoy, cuando no está, y es precisamente por eso que creíamos que él no se podía morir, que era inmortal, que siempre estaría ahí, con su gorra de béisbol y sus gafas de sol, avejentado pero todavía esbelto, animando discretamente cualquier carrera de coches, apareciendo fugazmente en una última película que jamás sería la última y habitando cada tarde de domingo abrazado a su mujer, viendo caer el sol a ras de hierba.

Cuando hace un mes decidió renunciar al régimen hospitalario para poder morir tranquilamente, muchos empezamos a despedirnos de Paul Newman. Todos podemos ser más o menos mitómanos, pero pocos hombres dejan tras ellos este rastro de extraña bonhomía. Nunca brindé con él, pero tengo la sensación de que se ha muerto un amigo de toda la vida.