Joaquín L. Ortega
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Este julio de 2008 pasará a la historia como el del arranque de la trashumancia impuesta a los españoles desde la presente aconfesionalidad a la inmediata laicidad decidida por el Partido Socialista gobernante, sin modificar previamente el artículo 16.3 de la Constitución de 1978.
Esta voltereta legal -con pinta de ilegal- requiere una aclaración de términos. La aconfesionalidad que proclama la Constitución vigente expresa la voluntad del Estado de respetar la confesionalidad de los españoles, manteniéndose, como Estado, al margen de las diversas opciones religiosas al alcance de los ciudadanos. La laicidad por decreto, en cambio, implica la desaparición, en la sociedad, de cualquier signo público de pertenencia religiosa. Semejante novedad equivale al salto lírico de la mera neutralidad religiosa del Estado a la beligerancia, si no a la hostilidad, frente a las posibles militancias religiosas de la ciudadanía.
De momento, se perfila ya la supresión por decreto de los símbolos religiosos públicos, que viene a ser un ¡fuera los crucifijos! como si se tratara de un simple y divertido ¡fuera corbatas! ¿Afectará esta medida iconoclasta a tantos Cristos y Vírgenes de devoción popular -con alto valor artístico, en muchos casos- sembrados por todos los rincones y esquinas de la geografía patria? ¿Caerán esos via crucis y esos cruceros que señalan y embellecen cerros y caminos en toda la península?.
Según lo reiteradamente prometido, están ya al caer decretos relativos a la liberación del aborto y al vía libre a la eutanasia. Creo que la crudeza de estas intervenciones gubernamentales que tienen que ver con el principio y el final de la vida humana se enmascaran ya con los eufemismos de turno: interrupción del embarazo, muerte digna o cuidados paliativos. Detrás de tales biombos, todos sabemos lo que ocurre.
Por otra parte, no deja de llamar la atención que en una coyuntura en la que mandan la crisis económica, la desintegración lingüística y nacional, la inmigración incontrolada y el terrorismo por controlar, el partido gobernante haya consagrado plenamente su atención a puntos de naturaleza moral o ideológica relacionados con la conciencia religiosa o social de los españoles. ¿Será una simple ocurrencia o un síntoma de la radicalidad que se avecina? O quizá tenga algo que ver con esa deriva de la cultura laicista actual que se empeña en “mantener a Dios entre paréntesis”, como acaba de decir Benedicto XVI.