PUNTO DE VISTA
Víctor Corcoba
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Vivimos en una época peligrosa. La dominación es es la más terrible de las enfermedades y la del partidismo político está fuera de su reconocimiento institucional. El ejercicio del derecho de asociarse con una finalidad política les otorga relevancia, pero también les impone unos límites democráticos que debieran cultivarse con rigor. Hay decisiones que deben ser tomadas por los ciudadanos, que también han de poder formular propuestas. Frente a una democracia más o menos representativa, creo que se debe fomentar una democracia mucho más participativa. Las pasiones partidistas exorbitadas nunca fueron saludables, sencillamente porque admiten difícil autocrítica.
Los congresos políticos celebrados en nuestro país recientemente, de un tinte o de otro, han mostrado poco interés en otorgar más democracia al ciudadano. Con lo apasionante y fructífero que es incentivar lo de permitir dar rienda suelta a las energías de todo ser humano, pues nada de nada. Es cierto que los derechos de participación y de acceso a los cargos públicos representativos los ejerce la ciudadanía, pero a través de listas cerradas y bloqueadas, salvo las elecciones al Senado, acrecentando en las formaciones política su papel preponderante y, a mi juicio, un tanto injusto. Las listas abiertas sí serían un gran avance democrático. Que los escaños se atribuyan a las candidaturas y los correspondientes a cada candidatura se adjudiquen a los candidatos incluidos en ella, por el orden de colocación que dicta el partido, no es muy liberal que digamos. A esto hay que añadir que los partidos tienen que ganar democracia interna, porque además ésta es una exigencia constitucional, puesto que si los partidos se configuran como un instrumento primordial para la participación política de los ciudadanos en los asuntos del Estado, el cumplimiento de dicha finalidad implica un funcionamiento coherente con el sistema democrático del que son parte nuclear.
No me gusta la dominación del partidismo político que juega a dividir en vez de sumar, porque se consideran representativos de ‘sus’ electores, cuando en realidad son titulares de cargos públicos, ni tampoco lo son representantes de ‘sus’ partidos, ya que son organizaciones privadas a las que se reconoce la posibilidad de desempeñar funciones públicas. El bienestar moral de un país nunca puede garantizarse solamente a través de estructuras políticas, por muy válidas y democráticas que éstas fueren. Es cierto que dichas estructuras no sólo son fundamentales, sino imprescindibles; sin embargo, no pueden ni deben dejar al margen la libertad del ciudadano como tal. Está comprobado, verificado y percibido, que las organizaciones que mejor funcionan son aquellas en las que existen unas convicciones vivas capaces de motivar a las personas para una adhesión libre. La excesiva politización de todo, y en todos los ámbitos, aparte de restar libertad, cuando además el poder no descansa en la búsqueda de la verdad objetiva y en la dimensión de servicio al ciudadano, lo que hace es que germine la corrupción y hagan batalla una legión de oportunistas, que incluso llegan a pensar que el país son ellos mismos y el ‘aparato’ del partido, como si fuesen órganos del mismísimo Estado.
Hace tiempo que el respeto, el cultivo y la promoción del bien integral de la persona humana, no constituyen prioridad en los partidos políticos. A sus congresos me remito, muy poco aperturistas, democráticos sólo si te dejas llevar por la cúpula, con textos verdaderamente doctrinarios, inventando derechos que no son como el del aborto, con el nulo derecho de admitir autocrítica, aunque fragmenten a la sociedad y se entre en contradicción con el espíritu fundamental de la norma suprema que apuesta por la unidad. Ningún partido, y mucho menos en el gobierno, ha de ser depositario exclusivo de una determinada línea de pensamiento como se pretende con una disciplina escolar: Educación para la Ciudadanía. Otro dislate más.