Reflexiones
A. Castaño
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Según leo, una pareja de novios asiática, célebre por su afición a batir récords de convivencia junto a escorpiones y otros animalitos, ha decidido casarse. Esto no tiene nada de original. El matrimonio es un acto tan sencillo como el dejar de fumar. Churchill se ponía como ejemplo, ya que él mismo había dejado de fumar muchas veces con éxito. Lo peculiar de esta pareja es que tenía previsto pasar la noche de bodas en un ataúd, una posibilidad que ni siquiera el conde Drácula consideraría. Con toda razón, el conde pensaba que en un ataúd se duerme y nada más. Sarah Bernhardt tenía uno y solía descansar dentro de él. Incluso llegó a fotografiarse con una prima donna fúnebre. Era una mujer excéntrica que compartía la simpatía de Shakespeare por lo mortuorio. En la escena de Ricardo III en que el cadáver de Enrique IV es paseado por el palacio, los únicos personajes alegres parecen los porteadores del féretro. Sin embargo, lo de la pareja de chinitos es necrofilia latente, una práctica sexual más entendida de lo que suele pensarse. Basta observar cuántas playmates se enamoran de multimillonarios postrados en sillas de ruedas para despedirlos a continuación con un funeral rumboso. En cualquier caso, éste es un gesto más recatado que el de Felipe de Francia, quién se enamoró de una gallina. Entonces, como ahora, los hábitos eran confusos. Si el hijo de Gadaffi quiere casarse con una judía, no puede extrañar que dos personas acostumbradas a charlar con escorpiones quieran sellar su unión en un ataúd. Eso me recuerda otra noticia que leí hace algunos meses acerca de un egipcio que pretendía anular su matrimonio. El motivo era que durante la noche de bodas había descubierto que su mujer era calva, una experiencia traumática de la que sólo sobrevivió el novio de Jack Lemmon en la escena final de la película Con faldas y a lo loco. Definitivamente, pasar la noche de bodas en un ataúd que hace las veces de tálamo posee el aroma morboso de las grandes ocasiones, ese prurito de excitación que otorga hacer lo prohibido, amén de un sano desprecio hacia la muerte y su liturgia.