EL MIRADOR
I. Lafuente
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Mientras los jefes de Estado y de Gobierno se reunían en Roma para hablar de la aguda crisis alimentaria que afecta a más de 800 millones de personas, la revista Forbes nos comunicaba la nómina de los hombres y mujeres más ricos de Europa.
La comparación de los datos que manejan unos y otros estremece. Mientras el ejército de hambrientos se cuenta por cientos de millones, la élite de los supermillonarios europeos se cobija en un selecto club en el que apenas caben 300. Mientras la ONU intenta recabar fondos de emergencia para afrontar la hambruna y cuantifica las necesidades entre 8000 y 15.000 millones de dólares, nuestros híper-ricos acumulan un patrimonio conjunto valorado en 471.400 millones de dólares. Es decir, su botín acumulado podría financiar las sucesivas crisis alimentarias mundiales del próximo medio siglo.
En Europa, especialmente en España, los responsables políticos llevan semanas mareando la semántica para encontrar el eufemismo más brillante con el que maquillar la turbia situación económica por la que estamos atravesando. Para encontrar una palabra que defina la situación que padecen aquellos de los que hoy se habla no es difícil rastrear el diccionario: es una vergüenza. El hambre mata, hoy como ayer, con una eficacia genocida y lo hace ante la pasividad de quienes, al otro lado del hemisferio, gastamos millones en dietas de adelgazamiento. La fotografía de un mundo en el que 2.000 millones de personas se reparten por igual entre famélicos y obesos es la imagen más elocuente del fracaso de un modelo económico que reparte los bienes de una manera asimétrica. Si el mundo desarrollado guarda en su historia masacres perturbadoras, algún día tendrá que recordar con vergüenza también ésta, fabricada sobre los cimientos de una globalización con forma de embudo.