EL MIRADOR
L. Caramés
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Si durante los años del pasado próximo, un observador independiente hubiese contemplado la actitud de muchos jerarcas de la Iglesia católica, no daría crédito a lo que estaba viendo. Porque una cosa es defender espacios de libertad para la institución y sus miembros, y otra muy distinta entrar en todos los trapos que, consciente o inconscientemente, le ponían delante los líderes de partidos que, en función de sus ideologías, no tenían por qué concordar con los puntos capitales de aquella religión.
Para muestra un botón: la Educación para la Ciudadanía. Podemos partir de que, fuese cual fuese la posición eclesiástica, el Gobierno había decidido ‘acabar’ con la familia. Quizá la Iglesia estaba más nutrida de razones que de prejuicios, pero no hubiera sobrado explorar conjuntamente aquellos valores a compartir, en orden a una sociedad menos materialista, más solidaria. Desconociendo que muchos católicos están a favor de una formación cívica, que resulta urgente en el mundo actual, y que algunos manuales elaborados a tal fin debían ser perfectamente aceptables por la ortodoxia, la gestión de la jerarquía acabó siendo maximalista y un punto intransigente, con los resultados bien conocidos. La reacción era de esperar: que se financien ellos, que los que sirven al altar, de él vivan. Saltando avatares históricos, nos situamos en enero de 2007, cuando la Santa Sede y el Estado español acuerdan que se destinará al sostenimiento de la Iglesia el 0,7 por ciento de la cuota íntegra del IRPF para aquellos que manifiesten expresamente su voluntad en tal sentido. Sin fanatismos de ningún tipo, creo que se ha ido en la dirección acertada. Y los ciudadanos, seamos o no católicos, tengamos o no agotada la paciencia de tantas soflamas de ambos lados -también del Estado- hemos de reconocer la ingente labor que en campos variados lleva a cabo la Iglesia, que se gasta cerca de 40.000 millones al año en acciones sociales a las que el Estado no alcanza.