Opinión

Dejemos a Dios en paz

El mirador

Rafael González

El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
La idea de activas “guerras de religión” arranca casi desde el inicio del imperio romano y atraviesa la Edad Media dejando un sangriento rastro a su paso. Con el desarrollo de las llamadas sociedades modernas, el uso de Dios como excusa o razón para justificar la violencia plural decae, para ser sustituido por razones territoriales e ideológicas sin contenido religioso y más tarde, ya en nuestros días, por simples razones económicas.

Parecería que el desarrollo y progreso de la humanidad es inversamente proporcional al uso de la fuerza basado en la existencia de un ser supremo que lo justifique. Sin embargo, los recientes acontecimientos nos retrotraen hacia una prebélica situación de Cruzada y anticruzada. Ninguna religión está basada esencialmente en la ideología que conduce a la violencia, muy al contrario, la idea de paz preside como un común denominador en todas ellas. El problema es que Dios en cualquiera de sus formas es convertible en una oportuna excusa para justificar la sinrazón humana.

Hay religiones que ideológicamente pueden parecer más propensas a un activo apostolado de carácter combativo, pero si hacemos una revisión histórica de las guerras de religión, ninguna se salva de la triste realidad que revela la hipertrofia del integrismo como razón precursora de las agresiones colectivas. Cualquier ideología -religiosa o no- llevada a sus extremos parece conducir inevitablemente hacia el desastre. La Historia universal está plagada de ejemplos antiguos y recientes.

La ocupación del territorio ajeno, tanto geográfico como ideológico, suscita necesaria y desgraciadamente la respuesta violenta del invadido. Detrás de la idea de Dios como excusa se esconde una compleja relación de problemáticos factores políticos, económicos y sociales que conducen a usar la religión como conveniente arma arrojadiza.

Es esencial el ejercicio de un tacto escrupulosamente diplomático cuando se alude a las creencias religiosas de los demás. En el mundo occidental el entusiasmo ideológico de contenido religioso es gradualmente más escaso cuanto más desarrollada sea la sociedad que lo integra y la mera existencia de Dios puede resultar algo intrascendente. Esto contrasta con la sensibilidad religiosa de otras sociedades menos desarrolladas, en las que la escala de valores puede ser notoriamente distinta. La situación actual de confrontación ideológico-religiosa ya se ha traducido en violencia, con pérdida de vidas humanas. Una pérdida no sólo trágica sino evitable, lo que la hace aún más triste. No parece sensato entrar en una guerra religiosa en los inicios del siglo XXI. Quizá si dejamos a Dios en paz, habrá paz entre nosotros