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Futbolatría

Por Antonio Aradillas
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:13h
Aún no recogió oficialmente el diccionario de la RAE la palabra “futbolatría”, por lo que su entrecomillado es de obligado cumplimiento. Algo similar ocurrió en su tiempo con el término “fútbol” y hoy todos los medios de comunicación, y el lenguaje popular, hacen uso del mismo, con las bendiciones académicas extensivas a palabras tales como futbolín, futbolero, futbolístico y, sobre todo, futbolista, protagonista en el invento, en la cultura y en la casi-religión que tantos profesan.

Sí, al fútbol le queda por recorrer un espacio muy corto para tener que ser considerado por la sociedad actual como una religión, con aproximación a la religión verdadera. Sus ‘santos’ principales, dignos de veneración, respeto y culto, son sus protagonistas, y a estos se les denomina, conoce y reconoce como “futbolistas” en su diversidad de funciones. Se les presenta aureolados como porteros, defensas, medios, delanteros en punta o sin ella. Ornamentos-uniformes y ritos-reglamentos, acólitos con nombres y funciones de árbitros y entrenadores y demás parentela, completan el organigrama de la función a los ‘dioses del ocio’, no sólo una vez a la semana -normalmente el domingo-, sino en los días que los organismos, nacionales o internacionales, así lo prescriban.

Como alrededor del altar no falta el dinero, en la periferia y dentro del templo de los campos de fútbol, normalmente bendecidos por la autoridad eclesiástica al ser inaugurados, el dinero corre a raudales. Los futbolistas -’santos’ de primera división- son súper-ricos, con la lamentable constatación de que la aplicación y el destino que le confieren al caudal del dinero percibido ‘oficiando’ en el juego, por los actos de culto de su profesión, no siempre, ni muchísimo menos, es de carácter social, sino que en plenitud se invierte en cochazos, viviendas espectaculares y otras aplicaciones financieras al uso.

En el capítulo económico que circunda la cultura -el culto- futbolero, mención relevante reclaman las cantidades que han de programar sus adoradores -socios o no- a lo largo del año para poder asistir a los ‘actos de culto’, como entrenamientos o partidos, con familiares y amigos. Si tal culto hay que mantenerlo fuera de los templos-estadios mediante la lectura de algún periódico especializado, espacios de TV y radio, con conversaciones dentro y fuera del trabajo, difícilmente otras religiones podrían superar tantos dispendios. Santiguarse antes de iniciar el partido es frecuente entre los jugadores, aunque tal rito no les exima de propinarle al adversario cuantas patadas permita el reglamento.

Las peregrinaciones-desplazamientos a otros campos, con banderas, gallardetes, estandartes, enseñas, cánticos, himnos y canciones, aclaman y profesan la fe en los jugadores, cuya cercanía y trato perciben con fervorosas y devotas emociones, tanto o más sagradas como las que puedan suscitar las Vírgenes y los Santos en sus respectivos santuarios.

Toda reflexión, por aséptica que sea, ha de conducir inequívocamente al planteamiento del tema de la desbordada atención que les prestan al fútbol las autoridades de las poblaciones y países que representan o dicen representar. Tal atención con frecuencia está avalada por pingües cantidades de dinero, irrecuperable por demás, mientras que obras de carácter social o cultural, o no se las atiende, o se hace con mezquindad, escasez y tacañería.

Asusta, entristece y escandaliza pensar que la super-atención con que cuidan los políticos a sus clubes y a sus partidarios responde sobre todo al principio romano del “pan y circo”, con el fin utilitario y egoísta de acallar reivindicaciones legítimas e insatisfacciones que pudieran convertirse y manifestarse en graves conflictos y conflagraciones populares. Estimar, sustentar y aupar la cultura- religión futbolera como antídoto contra las injusticias sociales, equivaldría a profanar lugares, sentimientos y actividades ‘deportivas’ de las que tantos son fervorosos devotos, dispuestos a seguir siendo fieles y, si fuera preciso, hasta a convertirse en mártires de los colores que identifican a su equipo.

Para sí quisieran muchos jerarcas de cualquier religión contar con masas y dirigentes tan enfervorizados y comprometidos como los adictos al fútbol, dispuestos a defender sus ‘ideales’ y a transferirlos a sus descendientes, como señal y timbre de gloria, y de glorias patrias, cuya defensa en ocasiones hasta llega a enemistar equipos y ciudades entre sí.
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